Mi respuesta estaba lista; un reproche que consideraba calculado para que se clavara en su mismísimo corazón. Para entonces, ya se acercó; y su apariencia desterró al instante, con una amable brisa del oeste, mi nublada ira: un chico alto, esbelto y pálido, con una fisionomía que expresaba el exceso de sensibilidad y de refinamiento, se plantó ante mí. Los rayos del sol de la mañana teñían de dorado sus sedosos cabellos y esparcían luz y gloria sobre su resplandeciente rostro.
—¿Qué está pasando? –exclamó.
Los hombres, vehementes, comenzaron su defensa; él los apartó, diciendo:
—Dos de vosotros a la vez contra un muchacho, ¡qué vergüenza!
Se me acercó:
—Verney –exclamó–, Lionel Verney, ¿nos encontramos por primera vez así? Nacimos para ser amigos y, aunque la mala fortuna nos haya separado, ¿no vas a reconocer el vínculo hereditario de amistad que, confío, nos unirá de ahora en adelante?
A medida que hablaba, sus sinceros ojos, clavados en mí, parecían leerme el alma: mi corazón, mi salvaje y vengativo corazón, sintió la influencia de su amable bondad calar en él, mientras que su apasionante voz, como la melodía más dulce, despertó un eco mudo en mi interior y confinó a las profundidades toda la sangre de mi cuerpo. Deseaba contestar, reconocer su bondad, aceptar la amistad que me proponía, pero las palabras, las palabras apropiadas, no estaban disponibles para el rudo montañero. Le habría tendido la mano, pero la mancha acusadora me lo impedía. Adrian se apiadó de mi titubeante comportamiento:
—Ven conmigo –dijo–. Tengo mucho que contarte. Ven a casa conmigo. ¿Sabes quién soy?
—Sí –exclamé–, ahora sí creo que te conozco y que perdonarás mis errores… mi delito.
I ship it (#sorrynotsorry)