La muerte era algo terrible, y el ser humano la había conquistado gracias a la ciencia en el siglo XXIII. Ya no eran simples animales, ni estaban sujetos a las mismas reglas que un día gobernaron sus cuerpos. La inmortalidad los había liberado, y era un gran logro; que sus cuerpos decayesen de pronto a los doscientos años era un precio minúsculo a pagar a cambio.