La guerra lleva décadas asistiendo a las escuelas rurales y marginales de Colombia. Pasea desparpajadamente por sus pasillos, sus huertas, sus canchas, sus salones, mientras lanza gritos amenazantes a docentes y directivos para que abandonen las instituciones. Vestida de militar estatal, guerrillera o paramilitar se atrinchera tras los muros escolares; y, sin asomo de vergüenza, establece campamentos bajos los techos académicos. No le importan las reglas internacionales, por ello intenta cada día seducir a los escolares para que integren sus filas; en otros casos, los amedranta con el apabullante sonido de las armas y con las minas antipersonal que deja en los caminos que conducen a las aulas.
La guerra, omnipresente en Colombia, persigue a los menores a sus hogares para, entre otras acciones reprochables, extorsionar, amenazar, torturar y/o matar a sus familias. La única forma de evitar la suma de tragedias es la migración, que implica, además de los efectos del desarraigo, el abandono temporal o definitivo de la institución educativa.