El perro se dejaba tocar los dientes y estaba dormido: eran perfectos; blancos y enormes.
Ya era de noche; había pasado esa hora fea entre las siete y las ocho de la tarde que, cuando estaba sola, controlaba. Primero se veía una leve capa de gris, como si se velara un poco el cielo; había un sol prudente, en retiro, que doraba todo. Había llegado la noche sin que ella se diera cuenta. Últimamente no sólo tenía la sensación de que el tiempo era largo para corto y viceversa, sino que también por momentos parecía congelado. Y cuando el tiempo quedaba congelado, la señora Emma sentía placer cuando avanzaba, aunque percibía algo inconveniente en ese placer. Pero ahora el tiempo se había portado bien, había andado a buen ritmo, y el perro se había despertado.