Más aún: podría hacer todas esas combinaciones de trenes para aparecer en lugares desconocidos, sin saber ni que me importe adónde llegue. Y también esa inercia que me agarra a veces, que cuando salgo quiero seguir adelante y no volver a casa. Y casa es cualquier parte del mundo donde uno se echa a dormir.
En el aeropuerto la mente descansa de todas esas explicaciones y rectificaciones de frases históricas, por ejemplo, eso de que no es cierto que todos los caminos conducen a Roma porque en realidad parten de Roma. ¿Cuál es la diferencia? Si los caminos están hechos para ir y volver. O esa otra de que no es cierto eso de “Ver Nápoles y después morir”, que se trata de Mori, una localidad. Pero en realidad, Mori ¿dónde está? Nadie, absolutamente nadie va a Mori. En el aeropuerto, nadie tiene ganas de dar explicaciones históricas o sociales: no es un lugar para hablar de temas importantes (salvo que uno sea un espía). Y todos los viajeros quieren las mismas cosas, chequear el boleto, ir al baño, tomarse un café en la tierra, mirar vidrieras, comprando algo con aire dudoso como para hacer algo, y si uno llama a alguien por teléfono, tiene la sensación de que habla desde Marte. Ese lugar acolchado que borra todos los pensamientos y los recuerdos me hizo bien, como si en realidad no hubiera viajado.