frisaba en los treinta, su menudo cuerpo la hacía parecer mucho más joven. Pelirroja y pecosa, descarnada y puntiaguda de hocico, llamábanle en el taller la Comadreja, mote felicísimo que da exacta idea de su figura y ademanes. Bien sabía ella lo del apodo; pero ya se guardarían de repetírselo en su cara, o si no.... Ana tenía por verdadero nombre, y a pesar de su delgadez y pequeñez, era una fierecilla a quien nadie osaba irritar. Sus manos, tan flacas que se veía en ellas patente el juego de los huesos del metacarpo, llenaban el tablero de pitillos en un decir Jesús; así es que el día le salía por mucho, y alcanzábale su jornal para vivir y vestirse, y, añadía ella, para lo que le daba la gana. Conversaba con causticidad y cinismo; estaba muy desasnada, cogíanla de susto pocas cosas, y tenía no sé qué singular y picante atractivo en medio de su fealdad indudable.