Ramos sonrió con un placentero egoísmo al percibir lo que le ocurría en esos momentos, pues advirtió que estas ideas sobre su mujer estaban dirigidas, gracias a una sospechosa recurrencia de incitaciones, no a ella sino a Luisa. A Luisa, su amante, ese otro extremo de la ecuación en que se expresaba su equilibrio sentimental.
Porque él era sincero al decirse que amaba a su esposa, de la que le hubiese sido muy doloroso y difícil prescindir; pero también era sincero al pensar que las intemperancias, los rencores domésticos y los odios subterráneos de Virginia sólo se podían compensar con ese tranquilo, voluptuoso transcurso de coincidentes deseos, adivinaciones y realizaciones, que era el trato con su amante, quien, a contrario sensu, de convertirse en su esposa sería tan inevitablemente incompleta como Virginia y entonces necesitaría de ésta —convertida a su vez en amante— para perdurar dentro de su corazón.