—¿Te tocas el cuerpo con las manos?
—Sí…
—¿A menudo, hija?
—Todos los días.
—¡Todos los días! ¿Cuántas veces?
—No llevo la cuenta… muchas veces…
—¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios!
—No sabía, padre. ¿Y si me pongo guantes, también es pecado?
—¡Guantes! ¡Pero qué dices, insensata! ¿Te burlas de mí?
—No, no… murmuré aterrada, calculando que de todos modos sería bien difícil lavarme la cara, cepillarme los dientes o rascarme con guantes.
—Promete que no volverás a hacer eso. La pureza y la inocencia son las mejores virtudes de una niña. Rezarás quinientas Ave Marías de penitencia para que Dios te perdone.
—No puedo, padre, contesté porque sabía contar sólo hasta veinte.
—¡Cómo que no puedes! —rugió el sacerdote y una lluvia de saliva atravesó el confesionario y me cayó encima.