Pero de día deslumbraba, y dolía en los ojos y en el corazón.
Semejante a los dioses, su belleza
sólo era tolerable en la distancia, la tiniebla y la palabra.
Amaba por ello la soledad del monte Ida,
donde apacentaba los rebaños de su padre, Tros, rey de los dárdanos:
sucedían sus días en los últimos años de la Era de Tauro,
cuando los príncipes eran pastores y las diosas, vacas;
y las reinas se enamoraban de los toros;
y el más querido de los hijos equivalía a dos caballos veloces
en la aritmética de su padre.