Tú te rascaste la nariz con el puño cerrado, ronroneaste de una forma dulcísima y te quedaste mirándome con fijeza con ojos egoístas… con la boca muy abierta. Y vi que esa boca jamás se saciaría, que sus mandíbulas jamás dejarían de morder, que la lengua nunca se cansaría de bañarse en la sangre de otros seres vivos. Entonces se movieron tus labios. Intentaste decir tu primera palabra. Y la palabra era: «YO». Pero el padre te interrumpió y se dirigió a mí con voz amistosa e imperativa a la vez:
—Lucifer, mira al hombre, ahora te inclinarás ante él igual que tus hermanos…