Un hombre mayor está encerrado en una habitación, sentado en una cama. No recuerda quién es ni qué está haciendo allí. Los pocos objetos que hay tienen una etiqueta con su nombre. Sobre un escritorio ve una pila de fotografías y otras de papeles cuya importancia no es capaz de descifrar. Ignora que está siendo vigilado: lo que leemos es el informe de los movimientos de este amnésico personaje al que llaman Mr. Blank y de las sucesivas visitas que irá recibiendo a lo largo del día. Una serie de enigmáticos personajes relacionados de algún modo con su pasado pretenden ajustar cuentas con él. Se sienten agraviados y ahora reclaman justicia. A pesar de todo, otros le muestran su gratitud, como la mujer que se encarga de cuidarle, Anna (a quien está especialmente unido pese a haberle hecho algo terrible que no logra recordar). Cada visita proporcionará nuevas pistas sobre la identidad y el oscuro pasado de Mr. Blank. Aunque le resultan vagamente familiares, no recuerda exactamente qué le liga a esas criaturas resentidas, pero sí se intuye responsable, o directamente culpable, de su destino: «Piensa que son los agentes a quienes ha enviado de misión a lo largo de los años, y tal como ocurrió con Anna, quizá algunos, muchos de ellos, o todos en general no salieron muy bien parados». ¿Quién es realmente Mr. Blank? ¿Cuál es su relación con esos personajes que lo tienen encerrado? ¿De qué lo acusan? Uno de los misteriosos manuscritos que hay entre los papeles del escritorio encierra la clave de su situación actual. La novela deviene entonces una inquietante mise en abyme en la que resuenan ecos de las principales obras de Paul Auster y pasa a ser una pieza central e imprescindible en el complejo puzzle metaliterario del escritor neoyorquino. Viajes por el Scriptorium es, en definitiva, una enigmática y fascinante reflexión puramente austeriana sobre las inextricables relaciones entre lenguaje, memoria e identidad.