En el universo del Génesis (como en la mayoría de los mitos de la creación, que conocen un demiurgo, un maker, un primer autor) el summum de la reflexión reside en la inteligencia divina, que puede lo que quiere, y quiere lo que sabe. Las inteligencias individuales humanas son préstamos en porciones sacados del fondo de la inteligencia total. Esos regalos le serán devueltos al creador en la muerte de las criaturas. El mito del Juicio Final entraña la lógica de un contrato de préstamo: al retomar el alma prestada se examina si se devuelve completa y sin daño. En caso contrario, el prestamista ejecuta su venganza en los muertos que devuelven su alma dañada, deformada u oscurecida.
Se entiende por sí mismo que dentro del esquema clásico de transacciones entre Dios, el alma y el mundo ninguna otra inteligencia adicional puede caber en el mundo. Tampoco ello parece necesario, puesto que Dios, desde la riqueza insuperable de su estructura, ha dado ya a la creación, a la naturaleza, tanto orden como necesita para su existencia. Tampoco el ser humano, animado con inteligencia, puede configurar el mundo con mayor sensatez de la que goza por su configuración originaria. Por eso siente el mundo a menudo como un «mundo exterior». Es su inquilino, no su transformador. Dentro de ese patrón metafísico, se establece una relación reflexiva exclusivamente entre Dios y el ser humano. El dador de inteligencia llama a las almas a la existencia y les concede suficiente revelación para introducirlas a la creencia en él; por lo demás, los seres humanos viven «en su tiempo» y tras el vencimiento de dicho tiempo devuelven su inteligencia animada, a las puertas de la muerte. Recordemos otra vez la sutil expresión francesa rendre l’âme. También los cantos de iglesia protestantes saben, a su manera, que el mundo no es «mi verdadero hogar»19