La constitución de una Rusia eslava y ortodoxa se fue configurando, de reinado en reinado, gracias a la labor de los monarcas de la primera dinastía rusa: la Casa de Rúrik, denominada así a partir de un antecesor, probablemente mítico, que se habría convertido en el año 862 en el príncipe de la ciudad de Nóvgorod, un importante emporio comercial de la Europa oriental. Los sucesores de este príncipe gobernarían en Rusia hasta tiempos del zar Teodoro I en 1598.
El término “zar” empezó a ser utilizado por los monarcas moscovitas en el siglo xv, aunque el primer monarca que lo utilizó en su ceremonia de coronación fue Iván IV el Terrible (1533–1584). Es por ello que la historiografía ha considerado, de manera convencional, que el Imperio ruso (o el “zarato”) nació con este monarca que centralizó en su figura todo el poder y que impuso su autoridad sobre un extenso territorio de composición multiétnica. Los zares de la dinastía sucesora, la Romanov, continuaron la expansión del Imperio, cuya corte y administración se modernizaron a imagen de las monarquías europeas contemporáneas, pero sin renunciar a las altas cotas de autocracia de los primeros zares.