Entre nosotros dos flotaba un tufillo melancólico. Indefinido y gris, pero melancólico. Era inevitable. Tratamos de olvidarlo bailando, hablando con algunos amigos, riéndonos, pero sobre nosotros volaba —silencioso— el ángel de la tristeza. Nos pusimos las chaquetas, cerramos el auto y regresamos por un sendero en el bosque. Había mucho silencio y tranquilidad. De pronto Agneta me tomó de la mano, la apretó fuerte y me detuvo. Mirándome a los ojos me dijo: