Hace cuatro décadas, Peter Bürger publicó su Teoría de la vanguardia, un libro de culto, concentrado en las dos tareas más importantes que demandaba entonces el arte: romper la representación y disolver la frontera que lo separaba de la vida. Fracasar en esta doble empresa habría certificado, según Bürger, la derrota de la vanguardia y quizá algo peor: su imposibilidad.
Cuarenta años después, Teoría de la retaguardia es un manifiesto irónico surgido de ese fiasco, aunque no pierde el tiempo ni lamentándolo ni maquillándolo. Sobre todo porque aquí se entiende que nuestra época no está marcada por la distancia entre el arte y la vida, sino por una tensión entre el arte y la supervivencia, que es la continuación de la vida por cualquier medio.
En el malestar que brota de esa supervivencia, Teoría de la retaguardia sospecha de un arte que va dejando sus esquirlas en la política, la iconografía o la literatura, ámbitos desde los que regresa cada vez más maltrecho a su Ítaca de siempre: el museo. Desde ese viaje de ida y vuelta, este ensayo mordaz y austero -en el que se tropiezan Duchamp con La Lupe, la revolución con el museo, Paul Virilio con Joan Fontcuberta o Fukuyama con Michael Jackson— se pregunta si el Arte Contemporáneo no se acaba nunca. Porque si fuera mortal, entonces habría que escribirle un final.