rostro, de su voz; como si hubiera salido y cerrado la puerta y se encontrara sola, una figura solitaria enfrentada a la abominable noche o, para ser exactos, enfrentada a la mirada de esa prosaica mañana de junio, suavizada para algunos por el brillo de pétalos de rosa, y así lo sintió mientras se detenía junto a la ventana abierta de la escalera que dejaba entrar el golpeteo de los estores, el ladrido de los perros, sintiéndose de pronto marchita, envejecida, sin pecho, junto a esa ventana que dejaba entrar la brisa, el florecer del día fuera de las puertas, fuera de las ventanas, fuera de su cuerpo y de su mente que ahora le fallaban porque lady Bruton, de cuyos almuerzos se decía que eran extraordinariamente entretenidos, no la había invitado