La tradición judeocristiana ha llevado a extremos absurdos esta disociación, hasta el punto de haber inventado la figura de la madre virgen. Si bien, en realidad, la virginal madre de Dios no es un invento netamente judeocristiano; se trata de otro mitema, un elemento repetitivo e intercambiable que aparece de manera independiente en culturas aisladas entre sí. Atenea, una de las diosas más importantes de la mitología griega, diosa de la sabiduría y de la guerra, era virgen. Hefesto la deseó tanto que acabó eyaculando sobre sus ropas; Atenea, asqueada, tiró los restos de semen al suelo y de ahí nació, de repente, Erictonio, a quien Atenea hizo hijo suyo, manteniendo la virginidad. Maia, madre de Buda, también concibe a su hijo castamente, en un sueño, en una iluminación: Buda entra por el lado derecho de su cuerpo, en un trono de loto sostenido por un elefante blanco. Coatlicue, diosa azteca, estaba barriendo tranquilamente un templo cuando una bola de bellos plumajes cayó del cielo. Fue tocar aquella bola y quedar embarazada. Poco después nacería Huitzilopochtli, dios mexica, concebido también sin pecado. Mitra, dios persa, nació de las entrañas de Anahita, aunque de manera bastante especial (o no), pues Anahita era virgen.
¿A qué se debe esta obsesión recurrente por los embarazos virginales? ¿De dónde sale esta disociación histérica, antibiológica, antiempírica y misógina, al fin y al cabo? Si alguien es madre, el sexo no puede interferir en su vida. Si una mujer cae en las garras del sexo, ya no es madre, es puta. Si es puta, no da vida; muy al contrario, probablemente sea peligrosa, capaz de quitar la vida si alguien cae en su trampa mortal. La que no es una asesina, la que no es puta… esa es la madre: la que da la vida