De pequeña tenía una habitación, pero a mi madre siempre le faltaba tiempo para señalar que no era «mi» habitación, sino «su» habitación, y que a mí solo se me permitía ocuparla. Su objetivo, por supuesto, era decir que mis padres habían tenido que ganárselo todo, y que a mí solo se me prestaba el espacio y, a pesar de ser técnicamente cierto, no puedo evitar sorprenderme ante el singular daño que puede ocasionar tan siniestra idea: que mi existencia infantil era una especie de deuda y que nada, por pequeño que fuese, era mío.