A veces olvidamos que la creación literaria y sus sublimidades –sobre todo si son la obra de una imaginación romántica− tienen lugar entre rutinas domésticas; que los poetas tienen familia, amigos, vecinos, algunos de ellos con «unas patatas muy grandes y planas»; que comen, duermen, pasean, tienen dolor de cabeza y juegan a las cartas. Los Diarios escritos en Alfoxden (1798) y Grasmere (1800–1803) por Dorothy Wordsworth, que nunca tuvieron el propósito de ser publicados, documentan el día a día de su vida al lado de su hermano William y de su vecino y gran amigo Samuel Coleridge, dos de los poetas de los Lagos más eminentes. Dorothy no solo los apoyó, inspiró y copió sus obras sino que fue clave en el desarrollo del ideario y la estética del Romanticismo inglés, donde la naturaleza –presencia vivísima y constante− no se concebía sin el pensamiento o la emoción humanas. Una mínima variación en la luz, en la atmósfera, en las condiciones del tiempo es una ocasión excepcional, un valioso espectáculo o, más que eso, un acontecimiento. Y, al lado, las ocupaciones diarias, la preocupación por la salud o la llegada del correo, y el contacto ineludible con el mundo exterior: mendigos, vendedores ambulantes que una vez fueron sirvientes de grandes marqueses, niños huérfanos, madres abandonadas, soldados borrachos… William Wordsworth decía de su hermana que «me daba ojos, me daba oídos»: estos diarios atestiguan que esos ojos, esos oídos, eran sobre todo suyos.