Eran años complicados. El orden del mundo en el que habíamos crecido se estaba disolviendo. Las antiguas competencias debidas al estudio prolongado y a la ciencia de la justa línea política de pronto parecían una forma insensata de emplear el tiempo. Anarquista, marxista, gramsciano, comunista, leninista, trotskista, maoísta, obrerista se estaban convirtiendo a toda velocidad en etiquetas tardías, o, algo peor, en una marca de bestialidad. La explotación del hombre por el hombre y la lógica del máximo beneficio, antes consideradas una abominación, volvían a ser en todas partes las bases de la libertad y la democracia