día a la hora del almuerzo y luego de nuevo a la hora de la comida, Ylenia esperaba a Ale quien, puntual como un reloj, la hacía olvidarse de todo.
Le llevaba siempre un regalo nuevo: un ramo de flores, un peluche, un cd, una foto. Cada día se inventaba un juego para hacerla reír, cada día le escribía una poesía, cada día le cantaba una canción pese a que desafinaba como un tarro. Cada día juntos, despidiéndose cada vez como si fuera la última, abrazándose con fuerza e intercambiando pequeños besos, ligeros, en los labios, cuando los médicos no podían verlos.