Primero -dijo ella- aprendí que debo aceptar con gozo todo lo que tú permites que me suceda en mi camino y asimilar todo aquello a lo que me guías en mi senda. Nunca debo tratar de evadir las cosas, sino aceptarlas y poner siempre mi propia voluntad sobre el altar, diciendo: «Heme aquí; soy tú sierva Aceptación-con-Gozo».
Él asintió con la cabeza sin decir palabra, y ella prosiguió:
–Aprendí también que debo soportar todo lo que otros hagan en contra mía y perdonarles sin ningún rastro de rencor ni huella de amargura en mi corazón, diciéndote: «Heme aquí. Soy tu sierva, la que Carga-todo-con-Amor; dame las fuerzas, la sabiduría y el poder necesarios para sacar bien de este mal».
Él asintió de nuevo con la cabeza, y ella sonrió con más dulzura y felicidad aún.
–La tercera cosa que he aprendido es que tú, mi Señor, nunca me has mirado como yo era entonces: lisiada, débil y deforme, además de cobarde. Tú me viste desde el primer momento como sería cuando hubieras cumplido tu promesa de traerme a los Lugares Altos, donde se realiza aquello de que «No habrá nadie que camine con la serenidad de una reina, ni con más gracia que ella». Siempre me trataste con el mismo amor y gracia como si yo ya fuera una reina y no una desdichada Miedosa.
Dicho esto, levantó la cabeza, miró a su rostro y por un instante no pudo decir más; pero finalmente añadió:
–Mi Señor, no soy capaz de decirte cuánto deseo mirar a otros de la misma forma.