Livio compuso su monumental obra, de dimensiones casi inabarcables, movido por su intenso patriotismo. Esperaba iluminar un presente problemático con una exposición cabal del desarrollo de la ciudad y el imperio, y ofrecer un texto aleccionador a partir de su concepción moral de la historia.
Igual que Salustio, Tito Livio concibe la historia de Roma como un proceso de decadencia; como fabio Píctor, atribuía su grandeza a las virtudes antiguas; comparte con los analistas la intención moralizadora. Como a Cicerón, le mueve el deseo de no dejar en el olvido los hechos dignos de recuerdo, y cree en el valor moral de los ejemplos. En la gran disyunción entre una historiografía pragmática, analítica, racional y objetiva y una historia moral, simbólica, subjetiva y retórica, Livio pertenece a la segunda. Los rasgos esenciales de este clásico de la historiografía –aparte de las dimensiones colosales y enciclopédicas de su obra— son su carácter moral y ejemplarizante, político y cívico, y el patriotismo que lo animó.
La tercera década (libros XXI-XXX) es básicamente la historia de la Segunda Guerra Púnica (218 a.C.-201 a.C.). Hasta el libro XXV se narran los años de predominio cartaginés (218–212 a.C.): asedio y toma de Sagunto, marcha de Aníbal sobre Italia, con la travesía de los Alpes, y sus primeras victorias en Tesino y Trebia, lago Trasimeno y Cannas, intervención de Filipo V («primera» guerra macedónica), conquista cartaginesa de Tarento y desastre de los Escipiones en Hispania. Pero también hay victorias romanas: en Hispania, en Benevento y Nola, toma de Siracusa y sometimiento de Sicilia. En conjunto, pues, se perciben en paralelo a la admisión del poderío militar cartaginés los primeros indicios de la ascendencia romana.