25 de agosto. – ¡Es necesario que mate a un hombre! ¡Es necesario!
30 de agosto. – Está hecho. ¡Qué poca importancia tiene! Había ido a pasear por el bosque de Vernes. No pensaba en nada, no, en nada. De pronto, un niño en el camino, un jovencito que comía una rebanada de pan con mantequilla.
Él se acercó para saludarme:
–¡Buenos días, señor presidente!
Y el pensamiento me asaltó: «¿Y si lo matara?».
Le respondí:
–¿Estás solo, pequeño?
–Sí, señor.
El deseo de matarlo me embriagaba como el alcohol. Me acerqué lentamente, convencido de que iba a huir..., le cogí de la garganta... y apreté y apreté con todas mis fuerzas. ¡Me miró con ojos espantados! ¡Qué ojos! ¡Redondos, profundos, limpios, terribles! Jamás he sentido una emoción tan brutal..., pero... ¡tan corta! Sujetaba mis muñecas con sus manecitas, y su cuerpo se retorcía como una pluma en el fuego. Después se quedó quieto definitivamente.