y de los vagones abiertos goteaba agua dorada mezclada con hollín y tinta de imprenta; yo, apoyado en un farol, no podía creer lo que veía, cuando el último vagón desapareció en medio de la tromba de agua, la lluvia se mezclaba sobre mis mejillas con las lágrimas y cuando salí de la estación, al ver a un policía uniformado, le alargué las manos cruzadas suplicándole sinceramente que me pusiera las esposas, las manillas, los grilletes, como dicen en mi barrio de Liben, que me detuviese porque acababa de cometer un crimen, un crimen contra la humanidad