¿Es posible que todo, que cada experiencia y cada apuesta ciega, dependan de un gesto, de un mínimo desliz, del replegarse o de la reverberancia de una mirada? Si la realidad es incapaz de ofrecernos espacios seguros, ¿por qué le cabría a la literatura la responsabilidad de resolver esa angustia?
Hay escritores que traccionan sobre la peripecia, la tensión de los actos, la prepotencia del verbo. Otros prefieren detenerse, como Ana Catania, en la intuición o en la melancolía, o mejor dicho: entienden que todo es siempre infinitamente frágil, y que al final, como disparó Eliot, no nos esperan explosiones sino ínfimos sonidos. No hay nada, en la escritura de estos cuentos, que no sea verdadero. Es decir: que no sea feroz y milagrosamente literario.