El universo es un organismo vivo. No tiene leyes, sino hábitos. Esa es la gran intuición de la cosmología budista. A ella se añade otra, que proviene del pensamiento védico y que hereda el sāṃkhya: la mente no es la conciencia. La naturaleza está hecha de la materia sutil de la mente, una mente extendida, que dialoga constantemente con una conciencia que lo permea todo, que no puede entenderse según las directrices del espacio y el tiempo.
El cosmos experimenta procesos cíclicos de creación y disolución que se desarrollan en función de la evolución espiritual de los seres que lo habitan. En la época védica, el universo primordial es sonido puro, precursor de la luz, la música como madre de la astronomía y la biología.
En el sāmkhya, el universo se llena de testigos ocultos a los que la naturaleza, en su infinita capacidad de creación y diversificación, trata de complacer. La conciencia, pura y sin contenido, se deja seducir por la naturaleza. Para el budismo, el espacio no se distribuye mediante fuerzas concéntricas como la gravedad, sino mediante las excentricidades de la vida psíquica.