Furiosos rituales de iniciación que suceden una vez por mes en una esquina del conurbano, entre nebulosas de vidrio, niños que se despiertan en la madrugada para ver lo que jamás vieron, atraídos por el magnetismo de una tormenta, motociclistas que avanzan a toda velocidad por una ciudad que se expande más allá de sus límites, raperos que sueltan rimas esenciales ante un público devoto. Todo lo que sucede en los relatos que forman parte de El poder infinito de los cuerpos — tercer premio del Fondo Nacional de las Artes 2017 — se imprime en el interior de pequeñas cofradías deseantes: familias que se trasladan de un lugar a otro, grupos de amigos, tribus urbanas, parejas o jóvenes adeptos a formas muy específicas de la violencia, el frenesí o el amor.
Especialmente sensible a la textura y la materialidad de la vida en pleno siglo XXI, y a los flujos de energía que dominan a sus personajes, las inolvidables historias de Jonás Gómez revelan el lado B de nuestra cultura. Pero hay algo más: un desplazamiento hacia la periferia de las grandes ciudades en busca de oportunidades, trabajo u olvido. En estos relatos son centrales los suburbios, el conurbano y los paisajes desiertos que dejan los traslados migratorios o la expansión urbana de las megalópolis. Ahí, en las ruinas encantadas del futuro que vendrá, Gómez — uno de los poetas más importantes de su generación — encuentra la lava imprescindible para su literatura. Una usina que genera un encantamiento extraño y extremadamente vital, fabricado a partir de los elementos esenciales de nuestro lenguaje.
¿Qué es lo que queda en pie ante el desastre? Para Gómez solo sobreviven impulsos pequeños que generan ecos inimaginables, el furor de una experiencia existencial con las palabras y acciones que en este nuevo sistema de mistificación podríamos catalogar como sagradas. Y el movimiento, siempre el movimiento, impulsado por la energía corporal de la juventud.