John Dos Passos fue uno de los integrantes, junto con Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald, Steinbeck y otros pocos más, de lo que Gertrude Stein denominó la generación perdida, un conjunto de escritores norteamericanos, de estilo rupturista, que empiezan a publicar en la inmediata postguerra de la Primera Guerra Mundial. Dos Passos publica en 1925 Manhattan Transfer, una de las novelas que más han influido, por su estilo, en la literatura posterior. El protagonista de Manhattan Transfer es Nueva York, ciudad que aparece en sus páginas como un hormiguero cruel y frustrante, donde imperan el egoísmo y la hipocresía y donde la codicia y el materialismo sofocan los sentimientos altruistas y la pureza de las gentes. En esta novela poderosa y fría, que en todo momento apela a la inteligencia de los lectores —no a su corazón ni a su humor—, hay decenas de personajes pero ninguno de ellos es atractivo, alguien cuyo destino nos merezca envidia o respeto. Los que triunfan son bribones profesionales o cínicos repugnantes y los que fracasan, gentes débiles y acobardadas que se derrotan a sí mismas por su falta de convicción y su pereza antes de que la ciudad los aplaste. Pero aunque los individuos particulares de Manhattan Transfer sean demasiado desvaídos y rápidos para perdurar en la memoria —ni siquiera los dos más recurrentes y mejor dibujados, Ellen Thatcher y Jimmy Herf, escapan a esta regla— el gran personaje colectivo, en cambio, la ciudad de Nueva York, queda admirablemente retratada a través de las viñetas y secuencias cinematográficas de la novela. Turbulenta, impetuosa, henchida de vida, de olores fuertes, de luz y de violencia, Moloch moderno que se nutre de las existencias que se traga sin dejar rastro de ellas, Nueva York, con su atuendo de cemento armado, sus caravanas de vehículos rechinantes, sus basuras, sus vagabundos, millonarios, coristas y truhanes, se perfila como una moderna Babilonia, fuera del control de los hombres, disparada por su propia dinámica en una carrera imparable hacia lo que, presentimos, sólo puede ser una hecatombe. La fuga de Jimmy Herf, al final, con rumbo desconocido, es como una premonición de la catástrofe que tarde o temprano espera a la que él llama «ciudad de la destrucción».