La comunidad es una fuente de bendición y de alegría como exclama gozoso el salmista: «Mirad cuán bueno y delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía» (Salmo 133:1). Sin embargo, con demasiada frecuencia es también el escenario de “celos y disensiones” (1 Corintios 3:3), “contiendas y divisiones” (1 Corintios 1:11). Fue así en la Iglesia Primitiva y sigue siendo así hoy. ¿Por qué las iglesias locales se ven tantas veces envueltas en tensiones que se alargan de forma incomprensible? La Iglesia es ya un pueblo redimido, pero todavía no es un grupo humano perfecto. Por ello, estamos expuestos a los conflictos propios de todo grupo humano. El grupo es una fuente de felicidad y de amargura a la vez porque en las relaciones se manifiesta en grado máximo la ambivalencia del corazón humano: su potencial para el bien y su potencial para el conflicto y la división.