día, uno de nosotros se alzó, fue hacia lo absoluto de la vida, cargó con todo el dolor del mundo y dio su vida, de modo que incluso los más humillados y los más torturados pueden, en plena noche, identificarse con él y encontrar consuelo en él. Si hizo eso, no fue para complacerse en el sufrimiento: se dejó clavar en la Cruz para mostrarle al mundo que el amor absoluto es posible, un amor «fuerte como la muerte», e incluso más fuerte que ella, capaz de decir de sus propios verdugos: «Perdónalos porque no saben lo que hacen». Estas palabras dirigidas a Dios se dirigen también a nosotros, llamándonos a participar en el perdón divino, a unir el devenir humano al devenir divino y la unicidad de cada ser a la unicidad del Ser mismo. Quien así habla hace desembocar el túnel de la vida sobre lo Abierto. Con él, la muerte ya no es solo la prueba de lo absoluto de la vida sino la de lo absoluto del amor. Con él, la muerte cambia de naturaleza y de dimensión: se convierte en la apertura a través de la cual pasa el infinito soplo de la transfiguración.
Sí, con él, la muerte se transformó en verdadero nacimiento