del féretro de Giraudoux, tocado por una súbita intuición dijo a sus amigos: «Pero si no está aquí, ¡vámonos!». Pensé también en la muerte brutal de Camus, que fue un inmenso choque para todos. Muchos de nosotros, a través de la lectura, conocíamos bien a este ser de inteligencia aguda y temperamento apasionado, a quien movía un urgente deseo de vivir y una ardiente búsqueda de justicia y de solidaridad. La prensa de entonces se las ingenió para mostrarnos, por medio de relatos e imágenes, en lo que se había convertido Camus: un montón de carne sanguinolenta y huesos rotos. Recuerdo que me invadió un sentimiento de rebelión –palabra cara a Camus–: ¿cómo? ¿Toda su dignidad de hombre y su nobleza de espíritu se habían reducido, en un segundo, a aquel montón de restos? De puro absurdo –otro tema caro a Camus–, así es como había sucedido