Seikichi, un joven tatuador japonés, destacaba entre todos los demás por la perfección y delicadeza de sus voluptuosos dibujos excéntricos y sensuales. Sólo las pieles y cuerpos más atractivos tenían acceso a sus agujas, auténticos aguijones expertos en transformar el dolor en arte, de tal manera que cuanto mayor era el sufrimiento infringido mejor resultaba el tatuaje. El sadismo de Seikichi, el turbio placer que sentía provocando el sacrificio de sus clientes, no restaba un ápice a su fama, pero él perseguía la perfección y una obra maestra exigía un lienzo perfecto. Año tras año buscó infructuosamente a la mujer ideal, hasta que al contemplar los pies desnudos de una desconocida comprendió que había logrado su objetivo.