Si me preguntáis cómo empezó todo, podría decir sinceramente que la primera vez fue un accidente. Eran alrededor de las seis de la tarde, esa hora en que la ciudad vuelve a girar sobre su eje, y aunque las calles se veían azotadas por el viento helado de otro mes de mayo de mierda, el interior de la estación de metro resultaba bochornoso y húmedo: un sórdido panorama de periódicos y envoltorios tirados por el suelo, de turistas irritables con ropa estridente que se apretuja