El señor Townsend estaba igual de paralizado que los demás. Tras escuchar cómo se cerraba la puerta exterior, oyeron abrirse la del comedor y, lentamente, el grupo oscuro de personas que habían visto por aquella misma tarde entró. Ellos se pusieron de pie, todos a una, y se apiñaron en un rincón. Se mantuvieron agarrados los unos a los otros contemplando la escena que tenía lugar ante sus ojos Aquellas personas, con sus caras relucientes por la palidez de la muerte, atravesaron la habitación. Sus ropajes negros ondeaban y se plegaban alternativamente. Eran algo más altos que cualquier mortal, o eso parecían a los ojos aterrorizados de quienes los contemplaban. Avanzaron hasta la repisa sobre la que se encontraba el letrero de la posada. Un brazo largo vestido de negro ascendió e hizo un movimiento, como si estuviera llamando a una aldaba. Entonces todo el grupo atravesó la pared, desapareciendo de su vista, y el comedor volvió a quedar como antes. La señora Townsend temblaba presa de un ataque de nervios, Adrianna se encontraba al borde del desmayo, y Cordelia estaba histérica. David Townsend se quedó mirando el cartel del leopardo azul de una forma muy extraña. George, a su vez, le miraba a él, horrorizado. Había algo en la expresión de su padre que le hizo olvidarse de todo lo demás. Por fin se atrevió a tocarle el brazo, con timidez