El corazón le latía con gran dificultad. Parecía la desgastada cuerda de un instrumento a punto de romperse. Entonces, una negra niebla irrumpió ante sus ojos. Ella usó sus últimas fuerzas para no desfallecer, y así, antes de que todo se sumiera en la eterna oscuridad, poder contemplar la puesta de sol en Costa Roja por última vez.
Por el oeste del horizonte, el sol se sumergía en las nubes, como si las derritiera. Las tiñó con su rojo sangre, que se extendió al cielo, y todo quedó iluminado por su gloriosa luz.
—Es el ocaso de la humanidad —musitó Ye Wenjie, ya sin fuerzas—. Y el mío también.