Si es usted introvertido, sabrá también que los prejuicios contra los callados pueden causar un hondo dolor psíquico. Habrá oído, en su infancia, a sus padres disculparse por su timidez («¿Por qué no puedes ser más como los Kennedy?», le preguntaban siempre a uno de mis entrevistados sus padres, obsesionados con la presidencia de JFK), y en la escuela le habrán instado a «salir del caparazón», expresión por demás nociva que pasa por alto la existencia de animales que llevan consigo esa cubierta de forma natural allá adonde van, igual que algunos seres humanos. «Todavía me resuenan en la cabeza los comentarios que tuve que aguantar de niño: que si era un vago, que si estúpido, que si lento, que si aburrido… —escribe uno de los integrantes de cierto foro cibernético llamado Introvert Retreat—. Cuando alcancé la edad suficiente para suponer que era introvertido y punto, ya era tarde para desprenderse del convencimiento de que había algo consustancial a mi persona que no iba bien. Ojalá pudiese encontrar el lugar en que duerme ese vestigio de duda para eliminarlo».