mientras la Sorbona de París, llama a la imprenta arte maldito y manda quemar a Roberto Estienne, por haber puesto números arábigos a los versículos de la Biblia, nuestro cardenal de Burgos, dice que por mucho que escribiera para alabar el arte de impresión de libros no acabaría nunca; y poco después el embajador de España en Roma ruega al rey que no se deje arrebatar el privilegio de la creación de imprentas, y que recabe la independencia y libertad del invento, desde el doble punto de vista de la industria y del derecho: mientras la universidad de Lovaina hace la primera lista de obras prohibidas, dando a los papas la idea funesta del Índice, aquí se exime a los impresores de toda clase de tributos, y las Cortes declaran libre la entrada de libros en España.