También por eso, cuando Euclides me habló de Meucci y del documento inédito que él quería encontrar, yo sentí que de repente el mundo se abría. Mi antiguo maestro daba vueltas por su habitación contando la historia mientras yo lo miraba fascinada. Un documento científico original. Eso era algo a lo que agarrarse, la palanca que podía mover nuestro pequeño mundo, como diría Arquímedes. Estaba que no sabía ni qué decir, y entonces recuerdo que me levanté y empecé a pensar en voz alta. No se podía dejar algo así en manos de cualquiera, ese documento pertenecía al patrimonio científico de la Humanidad. Pero ¿tú estás seguro de que es auténtico, Euclides? Él dijo que sí, que estaba firmado y que aquella mujer tenía pruebas de que algún miembro de su familia había coincidido con el mismísimo Meucci en el Teatro Tacón. Es auténtico, Julia, te lo juro por mi madre. En mi vida había visto yo un documento científico original y ya me parecía tenerlo delante de mis ojos. ¿Te imaginas, Julia, lo que eso significa? Yo empecé a imaginar. Aquel documento era concreto, podía tocarse, era un pedazo de papel que tenía un significado preciso. Con él se podría demostrar una verdad traspapelada en la historia y hacer justicia a un gran inventor. Pero, además, se podía pasar a la historia como la persona que reveló una verdad oculta. Se podía escribir un artículo en alguna prestigiosa publicación científica, o dar entrevistas a la televisión extranjera, o participar en congresos internacionales y adquirir prestigio en el gremio. Ese simple papelito podía tener el poder de sacarnos de nuestro anonimato y darle un sentido a los días de aquel año cero.