«Qué suerte despertar y ver caras amigas.” La frase, de una cortesía exquisita, la dice M. L., una mujer sentada al borde de su memoria desde que padece Alzheimer. El olvido que la trabaja abre sus fauces infinitas: las palabras se achican o extravían, los recuerdos son como relámpagos que cosquillean cada vez menos en el cerebro. Ahora que anochece en su mente, una amiga y ex pareja que la visita casi diariamente, testigo de ese naufragio, anota con paciencia de artesana en su “cuaderno de bitácora” –tal vez con una serenidad y un desahogo que no había tenido nunca antes en su vida— el repertorio de un deterioro irreversible.