A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley las prohíbe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla.