También Rouget, que acaba de trepar por las escaleras hasta su modesto cuartucho del número 126 de la Grande Rue, se siente extrañamente emocionado. No ha olvidado su promesa de intentar escribir un himno bélico para el ejército del Rin. Inquieto, camina de un lado a otro por su estrecha habitación. ¿Por dónde empezar? ¿Por dónde empezar? Aún vibra en su cabeza el caos de los enardecidos llamamientos de las proclamas, de los discursos, de los brindis. «Aux armes, citoyens!... Marchons, enfants de la liberté!... Écrasons la tyrannie!... L’étendard de la guerre est déployé!...» Pero recuerda también otras palabras que ha escuchado al pasar. Las voces de las mujeres, que tiemblan por sus hijos. La preocupación de los campesinos porque los campos de Francia puedan ser pisoteados y abonados con sangre por las cohortes extranjeras. Medio inconsciente, escribe las dos primeras líneas, que no son más que un eco, una reverberación que reproduce esos gritos.
Allons, enfants de la patrie,
Le jour de gloire est arrivé!