Los dos objetivos constantes de la política exterior de México han sido, en primer lugar, afirmar su soberanía y su identidad; en segundo, buscar los recursos económicos y humanos para acelerar su desarrollo, una vez consolidada su forma de gobierno republicana y federal. Si bien se puede decir que muchos otros países americanos que surgieron a la vida independiente con motivo de las guerras napoleónicas en Europa han compartidos estos propósitos, la experiencia histórica de México es única como vecino de la mayor potencia que ha tenido el mundo: Estados Unidos de América. La historia de las relaciones internacionales de México se desarrolla en ciclos de acercamiento y distanciamiento con el poderoso país con que comparte frontera, mismo que le han permitido, por un lado, afirmar su identidad y, por otro, modernizar su economía. La diplomacia mexicana ha tenido la capacidad — a veces de dimensiones épicas— de asegurar la supervivencia de la identidad nacional, a pesar de una cada vez más conflictiva frontera de 3 000 kilómetros con la mayor potencia del mundo. No obstante los enormes retos y dificultades, Canadá, Estados Unidos y México iniciaron un proceso en 1994 para conformar una de las regiones más competitivas en un mundo globalizado. A pesar de las dudas y recelos que ha inspirado, hasta 2000 -año con el que cierra el presente texto— el Tratado de Libre Comercio de América del Norte había contribuido ya a elevar el empleo y el nivel de consumo de la mayoría de los mexicanos.