obra toca a su fin cuando se desvela lo que se mantenía oculto y nosotros sentimos la plenitud porque recordamos. Evocamos cuando el mundo estaba trastornado. Evocamos la introducción de aquel «elemento nuevo» que desestabilizaba un mundo que nosotros habíamos creído que funcionaba bien. Evocamos los esfuerzos cada vez más enérgicos del héroe o de la heroína (que nos representa sólo a nosotros) por volver a encontrar la verdad y restituirnos la paz (al público). Y en una buena pieza teatral recordamos que cada intento (cada acto) parecía ofrecer la solución, que lo examinábamos extasiados y que nosotros (el héroe) nos sentíamos profundamente decepcionados cuando comprendíamos nuestro error, hasta que: al final de la obra, cuando creíamos haber agotado todas las vías posibles de investigación, cuando carecíamos de medios y de recursos (o al menos lo parecía), cuando no éramos más que impotencia, todo se recomponía. Se restituía en cuanto se revelaba la verdad.
En ese momento, pues, en una obra bien construida (y tal vez en la vida analizada con sinceridad), comprenderemos que lo que parecía fortuito era esencial, distinguiremos el patrón forjado por nuestro carácter, seremos libres para suspirar de alivio o llorar. Y entonces podremos irnos a casa.