El personalismo militarista ha sido, quizá, la máxima expresión tumoral de nuestro existir político bicentenario como nación independiente.
La patria criolla tuvo en su gestación un pecado original: la imposición de un personalismo pretoriano que colocó en la fuerza de las armas la capacidad de decisión política.
Con dolor, debe constatarse que el liderazgo hegemónico y centralista de Simón Bolívar no solo no fue ajeno a ese mal, sino que constituyó —en el período bélico independentista— su máxima expresión en cuanto mito de origen de nuestra entidad republicana.
La ilusión moderna —civil, federal e ilustrada— que animó la Independencia se desvaneció al desvanecerse el poder y la vida misma del Libertador, pero las patologías —que provocaron su imposibilidad de continuidad histórico-política— quedaron sembradas en el propio proceso de hechura, siempre en marcha, de la patria criolla.
Bolívar alentó gravemente la patología militarista que, con distintas poses, durante dos siglos ha sido el obstáculo más serio para la recta andadura de una república como Venezuela, que nació —sin embargo— civil y civilista, federal y democrática, en la capilla de la Universidad de Caracas, sede del primer Congreso de Venezuela, el 5 de julio de 1811.