era ajena; una muchacha joven, maestra de pueblo y novia; el novio, profesor como mi tío, pero de ciencias biológicas; la tita Turica, profesora también, pero de matemáticas («Lo único que habríamos podido montar —bromeaba más tarde la tita Turica— era una escuela, pero por desgracia no teníamos a quién enseñar.»); el pregonero, guardabosques de oficio, hombre robusto, y de edad madura, alma fuerte y mente ingeniosa, que en los siguientes años iba a ser no solamente el artífice de los más extraordinarios cepos para conejos y aves, sino también el único que, en los momentos de depresión colectiva, cuando esta pasaba como una llama de uno a otro, incendiándolo todo y desparramando con fruición sus pesadas cenizas, sería capaz de resistir aquella racha devastadora y sacar a todos a flote con su risa, que aunque al principio parecía inoportuna, después, por contraste, hacía que la desesperación de los demás resultara fuera de lugar