Entonces vio la luna de Lonquén, el sol de sus mañanas, las manos de Manuel, la sonrisa de Amanda. Y vio a María, a Coca, a Lalo y a Roberto. Y vio a todos sus amigos, a músicos y escritores, poetas y actores, bailarines y profesores. Vio a Violeta, a Isabel y a Ángel, a Cuncumén, Quilapayún e Inti-Illimani. Vio a miles de rostros sonriéndole, coreando sus canciones, rostros anónimos pero entrañables, en Chile, en Cuba, en México, en la Unión Soviética, en Perú, en Francia, en Checoslovaquia, en Holanda, en Polonia, en Bulgaria, en Inglaterra, en Alemania, en Argentina, en Uruguay, en Paraguay, en Venezuela, en Colombia, en Costa Rica, en..... en todos los lugares del mundo en los que había cantado.
Rostros de amor, felices porque había existido.
Y vio a Joan, a Manuela y a Amanda.
Solo entonces, llegó al final.
Dejó de sentir.
Voló hacia la paz.
Podían matarle el cuerpo, no el alma; la voz, no sus canciones; sus discos, no su eco; su rostro, no su imagen; su vida, no su dignidad ni su orgullo.
Tanto odio.
El silencio...
Puro tránsito...
Tanto amor.
—Víctor.
Abrió los ojos.
Allí estaban todas sus canciones.
—¿Sí?
Había llegado.