Cyril Graham, un joven erudito y actor aficionado, está convencido de que detrás de las iniciales «W. H.» que figuran en la dedicatoria de los Sonetos de Shakespeare no se esconde, como la crítica daba por supuesto, William Herbert, conde de Pembroke, sino un joven actor de la compañía del poeta, y de quién éste al parecer se había enamorado, llamado Willie Hugues. Como prueba de su teoría, aporta un misterioso retrato del joven Hugues con la mano posada sobre una edición de los Sonetos; pero pronto se descubre que el cuadro es una falsificación, lo cual le empuja al suicidio. A partir de esta trágica historia, y del apremiante «legado» que reciben dos amigos bajo la forma de un falso retrato y de una arrasadora pasión intelectual, Oscar Wilde construyó en El retrato del señor W. H. (1895) una fascinante pieza de erudición fantástica en la que expuso no sólo los postulados de su estética antinaturalista, sino, más allá de ésta, la dramática, pero vital, necesidad de encontrar «el alma, el alma secreta» que constituye «la única realidad». Wilde no consiguió nunca en vida publicar en un volumen esta nouvelle que había aparecido sólo en las páginas de un revista, a pesar de que desde la cárcel de Reading insistió en que se trataba de «una de mis primeras obras maestras». Sin duda lo es.