Cuando ahora pienso en Robinson, lo veo como un egoísta excéntrico pero bienintencionado, aunque durante nuestra última semana en la isla lo aborrecí: en primer lugar, porque había adquirido un aire de superioridad; segundo, como reacción contra la concepción romántica que tenía de él cuando lo creí muerto; y tercero, porque había pescado un fuerte resfrío la noche que pasé en el molino abandonado. Pensé que era un hereje noble, sin duda. Pero después de todo era su isla y probablemente, al comienzo, nos había salvado la vida