A mi madre le caía bien Bronwyn. Siempre se fijaba en ella en las funciones del colegio. Como aquella en la que hicimos una representación de un belén, cuando estábamos en cuarto, y yo fui de pastorcillo y Bronwyn de Virgen María. Alguien robó al Niño Jesús antes de entrar en el escenario, seguramente para chinchar a Bronwyn, que incluso entonces ya se tomaba las cosas demasiado en serio. Bronwyn se dirigió al público, cogió una mochila, la envolvió en una manta, y la acunó como un bebé como si no hubiera pasado nada.
—A esa niña no le toma nadie el pelo —dijo mi madre, con respeto.